El ladrón de fresas

 

Algunos días, antes de comenzar a trabajar, vuelvo a mirar ese no plan primero que quedó a medio armar. En ese momento había decidido dos cosas.

Venía de unos años de correr para adelantarme al tiempo, no por gusto sino por primeros gajes del oficio. Me desdibujé en el camino y anulé la forma de mis líneas por algo más, fui a todos los lugares en los que se suponía debía estar para llegar a algún lado; y pensándolo bien ahora, no sé dónde era eso. Sí, me di un buen par de porrazos, y otros más. Uno de esos me obligó a bajar la cabeza y quedar en un humilde extremo en donde tuve que reconocer y decirme que por más que lo intentara, no, esta batalla no puedo darla. 

El hecho es que, mientras más rápido corría había una pared cada vez más alta e interminable que, entre mi capacidad y mi mente, no lograba pasar. Una tarde, estaba en la escalera del patio de casa mirando las plantas, pensando, cuando la primera decisión simplemente apareció: “se terminó, lo dejo, me rindo”

Lo más extraño es que suspiré aliviada, esperaba sentir resistencia, tristeza o angustia, como cuando se pierde algo esencial e irrecuperable en uno. Sin embargo, me sentí liviana, mi rostro y mi cuerpo se relajaron y de algún modo sin saberlo supe, que ahora, era libre de elegir.

Lo más extraño aún, es que en el transcurso de los días y con esa mochila menos caí en la obviedad de que la alternativa había estado ahí mucho antes. Recién entendí que esa pared interminable, imposible de pasar no estaba hecha de mí, sino que se había estado construyendo por años de fórmulas que podrían funcionar en teoría muy bien, pero no eran mías. Y de lo que, claramente, no me estaba haciendo cargo.

Resulta que, una vez que me rendí, aún había cosas que quería hacer.

Una de esas tantas, era esta idea de construirme un segundo hogar digital como una forma de hacer las paces con el mundo virtual del que ocasionalmente reniego. Convertirlo en un espacio al que me guste ir de visita, un sitio al que quiera volver y continuar viniendo. Principalmente, una manera de hacerme visible y un espacio en donde me reconociera. Así que comencé a buscar los elementos. Del mismo modo en que reúno las herramientas para construirme un escritorio, lo mismo hice con lo que siguió. 

Que, en realidad, está todo ahí. Así suene repetitivo, banal o demasiado sensiblero el detallar la monotonía poética que puede tener un día ordinario. En ocasiones, es todo lo que hay. La diferencia no es el qué sino la mirada.

Los temas y las herramientas están a la vista, en el día uno y el dos, en los temas de conversación que hacen brillar los ojos y de los que hablo con un entusiasmo inevitable, en el perfume del árbol de tilo que genera que lo busque con la mirada y me quede debajo sintiéndolo aunque esté llegando tarde, en los pensamientos que borbotean mientras miro por la ventana en el colectivo, en los detalles que hacen que me detenga en la calle unos segundos simplemente para contemplarlos y en la súbita melancolía que me genera el piano en mi piedra angular. Está todo ahí.

No fue difícil, incluso fue y sigue siendo un gusto. Es un andar descubriendo y reconociendo los fragmentos concretos que me dan la forma, la textura y los colores que tengo. Es revisar el pasado, sólo un poco, para quitar el polvo y decir: “ah, esto lo olvidé acá”. 

Tomar sólo eso y regresar a este segundo. 

•••

Garabatee los colores de los que me gusta rodearme. Verde, ocre, dorado, madera, azul, y no cualquier azul, no es Índigo, Cobalto, de Persia, ni Prusia, es Cerúleo. Observé los tesoros y los amuletos que me rodean, ninguno de ellos es por azar, he elegido qué conservar. Describí los temas que se me repiten y el porqué. 

Las tintas del dos mil dieciséis, que casi diez años después sigo pensando que es mi mejor trabajo. 

Lo que me apasionan las antigüedades, lo ornamental de los objetos de época, el papel pintado, los tapices, las tipografías, los libros decorados hasta en la última esquina de la contratapa. Alguna vez jugué con la idea de hacer un libro completamente dibujado. Una bitácora y el retrato de un barco de hace unos años guardan algo de esa idea.

Ese verde en particular, el de la pared recién pintada, el del árbol genealógico de retratos inusuales y el viaje del caracol.

Las margaritas y un ramo de girasoles. Adoraría estar en medio de un campo de girasoles, sé que hay alguno por la zona, aunque no he estado en lugar y tiempo. Mi película favorita tiene una postal italiana con girasoles que quiero dibujar y un marco vacío colgado en la biblioteca de casa espera por una pintura de girasoles.

Mi amor por las montañas y el bosque, la humedad de la cima y las enredaderas, el paisaje del sur, el aroma a campo como en el que crecí. El recorrido que atraviesa la piedra y las estaciones en sus árboles.

El jardín que quiero construir, la escalera llena de plantas en el patio de casa, el olor de la madera y la tierra. Los colores en las hojas del otoño. La manera en que cuido mi hogar, la intensidad con la que vivo las tareas cotidianas. Mi nostálgica sensibilidad y mi gusto por generarme calidez y armonía en los lugares que habito. 

Esta certeza reencontrada de que mientras más rápido y sofisticado avanza el mundo, más quiero volver a lentitud rústica de la tinta y los pinceles.

Entonces, descarté los temas recurrentes que ya estaban por defecto y tomé la segunda decisión. 

Comencé una noche con algo pequeño, un leve movimiento diría casi insignificante. Tomé algunos frascos de pintura del almacén, los separé por color en un cajón a menos pasos de distancia, sentí el olor del diluyente, respiré y entrecerré lentamente los ojos de gusto. Elegí una mala replica que hice a mano del ladrón de fresas y la dejé reposando en la mesa junto a la ventana, dispuesta a ser restaurada.



Gracias por pasar, al sombrero creativo y a mí nos alegra tu visita.

Abrazo inmenso y te espero en la siguiente historia.








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