Un lugar llamado hogar

Esta casa a la que llamo hogar es en donde más tiempo me he quedado. Desde muy pequeña he vivido en distintas casas, en el campo, en residencias, en departamentos, en habitaciones y pensiones. Con horarios y con ninguno, lindas y no tanto, en alturas y en el fondo, luminosas y oscuras, sola y compartidas, mucho y poco tiempo. De algún modo hice de cada lugar mi lugar, así luego tuviera que juntar todo e ir a otro lado, mi pensamiento al llegar siempre fue: "a ver, qué podemos hacer acá"
Me alegro mucho por eso.
Me fui de mi primera casa y perdí las que intenté crear en el camino. Sin saberlo, desde entonces he estado dibujándolas, buscando el espacio físico en donde podrían estar, posibles en cualquier lado, en un bolsillo, en un bote, en un manglar, en un sombrero. Cada una con sus cachivaches, sus tesoros y sus árboles, pero siempre ahí afuera, lejos, imaginarias e inalcanzables. Intuyo que esa búsqueda me habla de algo más, pero sigamos.
Amo este rinconcito, hay domingos en donde me detengo en una pausa, en el sol de las cinco de la tarde, entre las grietas, las goteras y los serios problemas de humedad. Aun así, me detengo en la calidez que nos hemos construido y nos digo en voz alta: “amo nuestra casa, con sus grietas y todo”
Estas paredes son el silencio del domingo, despertar con la luz a través de una ventana sin cortinas, el aroma a café preparándose mientras busco las galletas de avena que preparé la noche anterior, abrir la puerta del patio y mirar el movimiento de las plantas. Prender la radio, poner ropa a lavar, escribir unas líneas. Abrir la ventana, dejar entrar el aire y tomar el café de pie apoyada en la mesada.
Este hogar ha tenido una sacudida este año y así como alguna vez me resistí a lo impermanente, ahora intento comprender lo permanente para poder seguir amando un espacio que se ha transformado. Hice lo que alguna vez me sirvió para tener la errónea sensación de que estaba en control de todo. Una larga lista de pasos a seguir. Sentarme a pensar en cómo terminar con el duelo y seguir moviéndome lo más pronto posible. Dejar de pensar y hacer cualquier cosa que simulara que mi vida tenía sentido, porque, al fin y al cabo, estaba haciendo cosas.
La verdad es que nada de eso resultó, al menos no para mí, no en este momento. Así que, sencillamente, me detuve. Volví a las horas, dejé que fueran lo que quisieran ser. Intente olvidarme de lo que se supone que debería hacer e hice lo que mi cuerpo podía. Hay cosas en las rutinas diarias que no pueden simplemente dejarse de lado y conservar algunas de ellas pueden ser lo que nos mantiene en tierra.
Continué con mis talleres para recibir abrazos semanales. Desmalecé el jardín y procuré cuidarlo mejor. Me senté largo tiempo en silencio, no buscando respuestas sino por el gusto de estar quieta. Volví a escribir y a estar en paz con dejar de pretender. En estos días me recuerdo mantener esos fragmentos de vida en que por unos instantes se siente hermoso, la sensación de calma y esa voz tímida adentro que susurra que todo va a estar bien.
Me recuerdo que el tiempo va a pasar de todos modos, y si algo me ha fascinado desde que aprendí que es posible, es esta seguridad o certeza de que siempre se puede empezar de nuevo. También la confianza de que al final de esta etapa, podría llegar ese momento en que mire hacia atrás y piense: "bien, llegue a la orilla"
Comentarios
Publicar un comentario